21 diciembre 2007

Notas de la Semana Santa en Jerusalem (4 y final)

Sábado Santo:
Me despierto otra vez a las 7’30. Mejor para aprovechar el día.
Voy a la Iglesia del Santo Sepulcro pero, claro, cruzando el pueblo etíope (allí siempre hay algo simpático): hoy están repartiendo ramitas de palmera, que algunos se ponen alrededor de la frente. Dentro, la iglesia está casi vacía. Sólo un cura lee unas oraciones en la capilla de abajo y ya se oye el ruido del patio del Santo Sepulcro. Esta tomado literalmente por decenas de policías israelíes. Incluso dentro de la iglesia hay montones, armados. ¡No puedo creerlo! Fuera también hay cientos, controlando el recorrido de la procesión que tendrá lugar después.
Evito la misa (cuando termina veo al, supongo, arzobispo, bendiciendo a diestro y siniestro, y los seminaristas emocionados como si hubieran conseguido un autógrafo de Ronaldo).

Aprovechando que toda la gente está en la misa, veo casi solo la capilla de la Reina Helena y la gruta donde supuestamente encontró la cruz y los clavos de Cristo. Es una capilla medieval preciosa y simple, llena de cruces grabadas en los muros por los cruzados. Muy emotivo: son “pintadas” que tienen setecientos años;
También impresiona la capilla sirio-jacobita del siglo I, muy descuidada.
No me dejan entrar al Santo Sepulcro: veo una esquina por un agujero circular del muro. Lo intentaré después.

Hoy es el cumpleaños de mi madre; como regalo, le enciendo una vela al lado del Sepulcro y otra al lado del Calvario, donde he subido al principio y no he conseguido imaginarme, sentir, que allí clavaron a Cristo. Pero a ella le hará ilusión el regalo.
Como el mundo es tan pequeño, me encuentro en los zocos con V. y F., una pareja (español-francés) que conozco de Beirut. Hablamos un rato y nos vamos cada cual por su lado.
En el barrio armenio encuentro una procesión de ¡gaiteros! (Palestina estuvo bajo dominio británico y ésta es una de sus herencias; hay otras peores).
Busco el Convento del Olivo para volver a hacer la foto que no salió de la casa de Anás (quiero dársela a mi amigo J. porque, de adolescentes, hicimos la ópera-rock “Jesucristo Superstar” y él hacía de Anás y yo de Caifás, su suegro y sumo sacerdote).
El convento está cerrado pero disfruto de la calma, de la paz y el silencio del pueblecito armenio (casas y conventos en un mismo recinto).
Sale de su casa una mujer vieja que se llama María y que se parece mucho a mi madre. Otro misterio en el día de su cumpleaños. Se ofrece a enseñarme el lugar y me pregunta si soy cristiano. Le digo que sí, sonríe y se siente más a gusto. Me enseña el olivo donde fue azotado Jesús y me explica con detalles cómo era el látigo. Es el primer lugar donde cayó la sangre de Cristo. El olivo tiene un tronco viejísimo, muerto, del que han salido muchas ramitas formando un nuevo olivo. La mujer atribuye las ramas y la “resurrección” del olivo a la sangre de Cristo. Me dice que en este mismo olivo se ahorcó Anás, comido por los remordimientos. Detrás está la prisión de Cristo, cerrada. Estoy solo con ella pero me dice que antes de la Intifada había procesiones de peregrinos a este lugar.
Los armenios no parecen tener mala relación con los judíos. En la procesión de gaiteros hablan y ríen con los policías.

Salgo de la ciudad antigua por la Puerta Nueva; quiero ver la parte moderna. Cojo una avenida residencial en la parte judía. Mucho calor y nada que ver. Giro hacia la parte musulmana, recorro la zona comercial pero tampoco tiene mucho interés. Entro en la ciudad vieja por la Puerta de Herodes y salgo por la de los Leones. La gente sale de rezar en la Mezquita de al-Aqsa y de la Roca y cogen “services” y autobuses para volver a sus barrios o pueblos.
Otra vez en Getsemaní, cojo tierra y hojas de olivo para K. y para mí y para regalar, y disfruto de la tranquilidad y los cantos de los pajaritos sentado al pie de un olivo y con las murallas enfrente. Veo toda la ciudad antigua desde aquí.

Hoy he estado también en una iglesia greco-ortodoxa (moderna) cerca de la Puerta Nueva: había un mapa de los cristianos en Oriente Medio y Africa, con todos sus tipos y ritos…

Vuelta al Santo Sepulcro: para entrar a la sala del sepulcro hay una cola grande de gente apretándose y empujándose, porque sólo se entra a la minúscula sala de 4 en 4. Cuando quiero darme la vuelta me encuentro aprisionado en la marabunta y tengo que seguir allí esperando el turno. El paso lo da un cura calvo y con coleta que grita, empuja y golpea a la gente que se cuela; muy duro como guardián del Santo Sepulcro pero parece que las circunstancias lo exigen. Y ver la supuesta tumba de Jesucristo bien vale una bofetada de un cura coletudo, ¿no?

Tengo más de cinco carretes hechos en 4 días pero en ninguna foto aparezco yo. Decido que me hagan una y qué mejor sitio que en el pueblo etíope. Me hace dos un chico palestino. Me pongo con un cura etíope que casi no habla inglés (y árabe bastante mal, como yo). Me dice que quiere la foto, el pobre. Le explico mi situación y le digo que si vuelvo se la traeré.
Paseo por los zocos ya sin rumbo, cansado y como despidiéndome de esta ciudad. Compro, para cenar en el hotel, un pan, “zaatar” y un falafel.
Un último té en mi café de cada tarde, “The Gate’s Café”, al lado de la puerta de Damasco, en una terraza discreta con pocos clientes, la mitad lugareños y la mitad turistas (el precio es para turistas). Ya me conocen los dueños: un matrimonio. La mujer, aún guapa, me enseña a su hijo y a su nieto (y a la mujer de su hijo, que no es la madre del niño). El niño es rubio y nadie diría que es palestino por su aspecto.
Al hotel. Mañana me voy y tardaré muchas horas de taxis, visados, fronteras en esta tierra que nunca las tuvo, para llegar a casa, en Beirut.

Jerusalem-Al Qods es una ciudad única: se respira por todas partes, si no a Dios, si no a los dioses, sí el deseo de dioses de los hombres. Se respira historia. Y se respira opresión. Parece que un Dios les prometió esta tierra a unos, al menos eso dicen ellos. Pero creo que ningún Dios tiene derecho a hacer eso.

19 diciembre 2007

Notas de la Semana Santa en Jerusalem (3)

Viernes Santo:
En un café fuera de la Puerta de Damasco – 8’00 de la mañana.
Estoy tratando de despertarme. He comprado un pan y una bola de falafel y me he sentado en la terraza de un café ultra-cutre. Estoy pensando en que allí hay gente muy rara, palestinos con la ropa sucia, zapatos rotos, mirada perdida. Pienso en que el café turco en Jerusalem es gigante: un vaso de plástico grande. Eso me gusta. Veo que la policía, al otro lado de la calle, ha cerrado la entrada a la ciudad antigua: supongo que porque es viernes, fiesta para los musulmanes y, además, viernes santo. Los palestinos no tienen ninguna libertad de movimientos; los judíos y los turistas, sí.
De repente, un hombre gordo que juega a las cartas en la mesa de al lado, cae al suelo y queda de rodillas y la cara en el suelo, como si estuviera rezando. La silla choca contra la mía. Es un ataque al corazón. Sus compañeros le echan agua en la cara y le frotan el pecho. Echa espuma por la boca. Me doy cuenta de que se está muriendo. Los policías miran de lejos pero no vienen. Les gritamos para que hagan algo.
Por fin se acercan 2 muy tranquilamente y llaman a una ambulancia, que llega muy rápido. Tratan de reanimarlo. Tarde.
Yo me voy de allí con la sensación de que ha empezado viernes santo. Hace sol. Nadie parecía demasiado triste; sólo miraban con curiosidad. Tal vez están más acostumbrados a la muerte que yo. Pienso en el hombre gordo: seguro que tenía una mujer gorda con pañuelo en la cabeza y un montón de hijos. Vestía muy mal. Hoy era su día de fiesta. Habría ido a la mezquita y ahora jugaba a las cartas y tomaba un café turco en vaso grande.

Cuando voy a entrar a la ciudad antigua un policía israelí me pide con mal tono y en árabe el carnet. Cuando ve que soy un turista me deja pasar sin ninguna simpatía, sin mirarme.

9’00 – Via Dolorosa
Cojo un lugar privilegiado para hacer fotos de la procesión, en la esquina de la Via Dolorosa y al-Wad.
Muchos soldados y policías y, sobre todo, integristas cristianos: filipinos, polacos, franceses con cruces,… curas de todo tipo, vestimenta, aspecto y color. Miles de curas y beatas, con ramos, iconos, cruces, cámaras de vídeo.
Muchos fotógrafos también. La policía intenta despejar la calle de peregrinos para que pase la procesión; hay vallas metálicas. Un estadounidense con un perrito que duerme la siesta. Siempre hay un pijo-bohemio con perrito, en todas partes.

¡Y cuántas monjas! Blancas, negras, con bigote, pálidas, con ojeras, beatíficas.
A algunas me las imagino mortificándose en sus celdas, poniéndose el cilicio, flagelándose para expiar sus malos pensamientos.
Un grupo de mejicanos. Cristianos de la India.
Fotógrafos de la agencia Reuters (con ese aire de superioridad y de no creerse nada) y fotógrafos aficionados; hasta curas con cámara.
Viejas que cantan en griego, en francés, en polaco, en ruso, en tagaloh,…se oyen cientos de lenguas en Jerusalem.
Empieza la procesión, se ven cruces entre la masa de gente; se acercan, se acelera…. Y caen en la esquina en avalancha, empujados por los de atrás.
Un cura barbudo impresionante se clava la valla metálica a mi lado y así se queda unos segundos. Pero no se queja. Faltaría más.
Un niño palestino le sopla la vela a una vieja del este de Europa y ésta empieza a darle manotazos al niño loco que se ríe.
La policía interviene para frenar a la gente. Megáfonos.
No busquéis ninguna espiritualidad ni aquí ni en la iglesia del Santo Sepulcro. A Cristo se le imagina mejor en cualquier iglesia de pueblo, en cualquier mezquita solitaria.

Desde un café hago fotos de la gran mezcolanza de gente que existe en esta ciudad: de ropas, de color, de religión, de lengua, de pobres y ricos.

Voy al Santo Sepulcro, pero pasando por la iglesia etíope que tanto me gustó ayer. Me quedo una hora encantado por los colores, olores, silencios, amabilidad de esta gente.
Algunos se hacen fotos llevando la cruz. En la iglesia sigo la misa un rato, tan distinta de la católica, tan misteriosa. Estos cristianos etíopes rezan arrodillándose a veces y tocando el suelo con la frente, de forma muy similar a la de los musulmanes. Al salir, me encuentro otra vez en el “templo de los mercaderes”: qué jaleo en la iglesia del santo sepulcro, qué ruido, qué chabacanería. No se puede andar.
Un polaco levanta los brazos al sol. Llegan procesiones presididas por muchos curas.
Dentro de la iglesia el mismo ruido que fuera: cámaras, griterío. Viejas que bendicen todo lo que llevan en el aceite perfumado de ámbar de la losa de la entrada. Veo una monja que ¡consagra su móvil!
Escapo a un café cercano pero muy tranquilo desde donde veo llegar la procesión de los cristianos palestinos, cantando en árabe, con niños en uniforme.
Vuelvo por los zocos centrales –el de la carne, donde huele a sangre, el de las telas.
Decido salir de la ciudad, de sus murallas, ir al Monte de los Olivos. Salgo por la Puerta de los Leones. Un vendedor de agua me dice que el monte está cerca, que puedo ir a pie. Y es verdad. Voy parando en cada iglesia. Algunas son maravillosas, sobre todo la de la Tumba de María, misteriosa, preciosa, sombría. Hay que bajar unas escaleras anchas y oscuras que llegan hasta el final de la iglesia. Hay un cura como de “El nombre de la Rosa” que come algo de una bolsa de plástico. En la tumba de la Virgen un cura reza. Me pongo al lado. Hay billetes (dólares, euros, shekels…) que los devotos han metido en la tumba, como si no hubiera otros sitios para las ofrendas.
Entro en la Gruta de Getsemaní, donde Jesús se reunía con sus discípulos.
Voy a una iglesia y de ella a un jardín, el de Getsemaní. Una monja rumana me dice que el “oficial” está al otro lado pero que éste es la continuación. El “oficial” no tiene mucho interés: un jardincillo cercado, con setos y flores; sólo merecen la pena los viejísimos olivos.
El otro, la continuación, si es bíblico, mediterráneo; con olivos “en libertad”. Y no hay nadie. Hasta que lo cruza un adolescente en un burro, seguido de un rebaño de ovejas y cabras. Le digo: “¿Es aquí el jardín de Getsemaní?”
Y me responde: -“Por Dios, no sé”.
Aquí sí me he imaginado a Jesucristo en su época.
Cojo tierra para mi hermano, que es creyente, creo. Y hojas de los olivos.

Me paro en una iglesia moderna pero preciosa, el “Flevit”, erigida donde Jesús lloró viendo por última vez la ciudad. A través de las vitrinas de la iglesia se ve todo Jerusalem y, enfrente, la Cúpula de la Roca, magnífica.
Me paro en la Tumba de los Profetas: me sale un hombre con muy malos modos y un perro que me ladra. Los dos me dicen: “¿Qué quieres?”. Respondo: -“Nada”. Y me voy.
El Monte de los Olivos es un cementerio judío inmenso. Le he prometido tierra de allí a K., que es palestino pero nunca ha estado en Palestina. Parece que sus padres son de Jerusalem. Pero creo que no es el sitio apropiado para cogerle su tierra. Mañana buscaré otro.
La vista es una maravilla: toda la ciudad amurallada con las cúpulas brillando al sol de la tarde.
Más arriba veo dos iglesias más: una donde esta escrito el “padrenuestro” en azulejos en multitud de lenguas (y pseudolenguas) por todos los muros: hasta en “asturianu”, “valenciá”, “esperanto”,…
Aquí me doy cuenta de que he perdido 300 shekels, todo lo que me quedaba cambiado. Se me ha caído del bolsillo al sacar el plano de la ciudad. Por la tarde leo en un mensaje de L., que ella ha perdido, no sabe cómo, 100.000 libras libanesas: ¡es la misma cantidad de dinero y el mismo día! Misterios de un día misterioso.
La otra iglesia, la de la Ascensión de Jesús, en realidad es una mezquita donde está la piedra con la huella del pie de Jesús al ascender a los cielos. Los musulmanes se han reservado una parte para rezar, al lado. Otra muestra más de que el Islam es, en esencia, muy tolerante. ¿Podemos imaginar que los cordobeses dejen una parte de la mezquita Omeya a los musulmanes para que recen allí?
Estoy cansado de turistas y de vendedores que me hablan en inglés. Miro Jerusalem desde lo alto por última vez y me bajo por donde he subido, hasta la ciudad, los cafés,…
Mañana es sábado.

18 diciembre 2007

Notas de la Semana Santa en Jerusalem (2)

Jueves Santo:
9’00 de la mañana. El aceite ha hecho bastante efecto. La espalda me dejará moverme todo el día, aunque intento no forzar y andar despacio.
Dicen que el aceite de oliva tiene propiedades anti-inflamatorias. O quizás es un milagro.
Desayuno fuera de la ciudad antigua, al lado de la puerta de Damasco: café y bocadillo de hilachas de queso con tomate y aceite de oliva.
Saco una foto de un caballo cargado con el material anti-disturbios de su dueño, un militar israelí; más fácil moverse así entre las callejuelas de la ciudad vieja.
Un palestino de 75 años, correctamente vestido con chaqueta vieja pero cuidada y aspecto digno, se me ofrece como guía: “Llevo 75 años en la ciudad”
- Prefiero ir solo, gracias.
Entonces me dice que son 10 en su casa, que con la “situación” no hay trabajo, que a ver si puedo ayudarlo.
Qué pena.
Sigo la Via Dolorosa en dirección inversa a la de Jesús y llego a la Puerta de los Leones, desde donde se ve el Monte de los Olivos en la colina vecina. El ambiente es de paz. Los palestinos se dirigen a la mezquita a rezar. Sol, silencio. Entro en la casa donde nació la Virgen María y en la vecina Iglesia de Santa Ana (su madre): en la cripta estoy solo.

Intento entrar a Al-Aqsa pero en cada puerta los soldados me dicen, sin más explicaciones, que no; la única posible es la última, la que está dentro del recinto del Muro de las Lamentaciones.
Hago fotos entre los judíos que rezan.
Por fin entro al recinto de las mezquitas pasando otro control. El lugar es magnífico, sobre todo la Mezquita de la Roca, octogonal y con su cúpula dorada tantas veces vista también en fotos. Recorro la zona entre olivares donde familias palestinas comen, los niños juegan y se respira paz. Dentro también hay soldados escoltando a un grupo de judíos ortodoxos (porque aquí está la puerta por la que entrará el Mesías a Jerusalem; hasta ese momento permanece cerrada. De hecho, hay rabinos ultraortodoxos que consideran que la creación del estado de Israel es una herejía puesto que no debe producirse la vuelta a la "tierra prometida" hasta que el Mesías regrese). Me acerco a ellos y los militares se ponen nerviosos, y sobre todo hombres de paisano que se comunican por radio entre ellos; son palestinos y hablan árabe pero se ve que trabajan para los israelíes. Un soldado se me acerca y me pregunta qué son las fotocopias que leo: -“una guía sobre Jerusalem”. Se va. Uno de los palestinos se me acerca después. No le veo la radio y cometo el error de hablarle en árabe. Me dice que siga andando, que dé la vuelta, que no se puede estar sentado. Con bastantes malos modos. Lo peor desde que llegué a Jerusalem. No quiero juzgar al que se vende pero pienso que sus problemas de conciencia (suponiendo que tenga conciencia) no son culpa mía. Y además no me dejan entrar en ninguna de las dos mezquitas: en Al-Aqsa, el portero me da un golpecito en el hombro y me dice que me vaya: -“Sólo musulmanes”. Ya se han acercado dos militares...
Pues me voy. Decepcionado al ver cómo la situación y el contacto con sus opresores está destruyendo la hospitalidad de algunos palestinos. Esta intolerancia me recuerda a Túnez; en Oriente Medio un extranjero siempre es bienvenido si quiere visitar una mezquita.

Tomo un café turco en un zoco cubierto muy bonito, mirando a los niños palestinos.
Andar: barrio judío, barrio armenio. Visito la casa de Anás (uno de los sacerdotes del Templo, miembro del Sanedrín en la época de Jesuscristo); actualmente es la iglesia armenia del Olivo.
Encuentro una procesión de curas, unos 50, de muchas nacionalidades, acompañados de algunos fieles. Entre ellos hay un cura español, un cámara y un periodista de TVE. Escucho la entrevista que saldrá en el telediario. Pregunto al periodista que cuándo y si se verá por la TVE internacional “porque yo vivo en…”. No parece interesarle donde vivo, ni se sorprende de ver a un español en Jerusalem. Y además le llaman por el móvil.
Pienso que si yo fuera periodista sí me habría interesado saber quién es ese español y dónde vive; le habría hecho una entrevista. A mí tampoco me interesa él.
Entro a una catedral.

Paseo por el barrio judío: mucha gente, casi todos fácilmente reconocibles como judíos, se habla yidish, sefardí, inglés, ruso…
Teatro de calle para niños con kippa.
Vista magnífica sobre el Muro de las Lamentaciones y la cúpula de la Roca.
Veo al primer mendigo judío. Palestinos he visto muchos.

La gran sorpresa del día: entro por casualidad, ya en el barrio cristiano, al Patriarcado copto y encuentro cientos de viejos etíopes y muchos curas negros. Los hombres llevan traje y corbata; las mujeres, túnicas blancas. La imagen es espectacular; están comiendo dulces y bebiendo zumos en el patio de la iglesia. Dentro huele a antiguo, es oscuro y estrecho, con pasadizos, iconos, como desgastado todo por el tiempo. Es un lugar impactante. La iglesia da por la otra puerta a la entrada de la iglesia del Santo Sepulcro.

He visto muchos judíos argentinos estos dos días, es decir que he oído a veces español pero en general hablo en inglés y a veces en árabe con los palestinos, especialmente para que no me timen en los cafés y tiendas. En una de recuerdos cristianos el vendedor me pregunta ¡que si soy libanés, por mi manera de hablar!
Pero en general varias veces me han confundido con un griego o con un chipriota (supongo que vienen muchos).
Los falafel aquí llevan picante (optativo) y se hacen con pan de pita. Apenas he visto pan árabe (sin levadura).
Ah, olvidaba, cerca de la Puerta de los Leones, en el mismo recinto de la iglesia de Santa Ana (construida por los Cruzados), están las cisternas y piscinas donde Jesucristo curó al paralítico. Un lugar lleno de paz donde huele a pino.
Tantas cosas cada día…
Mañana es viernes santo.

10 diciembre 2007

Notas de la Semana Santa en Jerusalem (1)

Miércoles, 7 de abril - 00 horas-Beirut-Estación de taxis colectivos “Al Marfaa”.

Noche de viaje completa. Intento dormir y no lo consigo; pero cierro los ojos porque no tengo ganas de hablar con el taxista. Salida de Líbano; entrada en Siria. Los policías son amables, las fronteras tranquilas; despertamos a los encargados de los visados. Apenas hay control.
Salida de Siria; entrada en Jordania a las 3 aproximadamente de la noche. También despertamos al policía de los visados. Todos son simpáticos. Uno me dice que el Madrid ha perdido.
Me devuelven el dinero del visado (10 dinares jordanos) porque tengo pasaporte de servicios.
Un taxista, amigo del mío, me invita a un café. Hace mucho frío y tengo poca ropa.
Antes de llegar a Ammán mi taxista me dice que le pague; quiere bastante más de lo que pactamos con el encargado. Dice que es un malentendido; regateo, ni pa ti ni pa mí, un poco más. Me dice: “Pero no te enfades conmigo”.
En el campo, para el taxi y yo me paso al de su amigo porque mi taxista ha llegado a su pueblo.



Estación "Al-Abdalíe", Ammán. Taxistas durmiendo en sus coches, mucho frío. Son las 4,30. En mi bolsillo hay dólares, libras libanesas, libras sirias y dinares jordanos (y después habrá también shekels israelíes).
Encuentro un taxista beduino con “kuffie”, “galavie” rota y muy tranquilo. Me pide 12 dinares por llevarme al puente del rey Hussein, frontera con Israel. Acepta 10.
Llegamos aún de noche, 5,30, todo está cerrado; esta frontera sólo se abre unas pocas horas al día. Cuando Israel quiere. Los policías jordanos no saben a qué hora podremos pasar. Así que el taxista ¡se queda una hora conmigo! Y con el policía de guardia.
Estoy practicando mi árabe. Después otro policía me invita a un café turco gigante.
No me cobran el visado tampoco. Cambiamos de edificio porque el ordenador no funciona. Encontramos también una paloma en el edificio; los policías intentan sacarla pero en la escaramuza le despluman la cola; a pesar de todo, se va volando.
Pero yo no: es de día, estoy muy cansado, casi sin dormir; cada vez me duele más la espalda; tengo los ojos resecos. Y aún me queda otra frontera muy dura y un taxi colectivo más.
Por fin salimos en un autobús para recorrer unos kilómetros de “tierra de nadie”; varios controles en el camino.
En nuestro autobús no van los palestinos; al llegar los vemos haciendo cola y nos tenemos que quedar dentro del autobús hasta que ésta casi ha terminado.
En el autobús de los “extranjeros” vamos sólo seis: una mujer de EE.UU. y su marido jordano; ella habla árabe con fluidez (lleva 35 años viviendo en Jordania) aunque con un terrible acento yanqui. Dos chicos con pasaporte francés pero de origen argelino. Un palestino con pasaporte de EE.UU. y que me habla español. Va a visitar a su familia en Ramallah.
Por supuesto, la “verdadera” norteamericana y su marido pasan mucho más rápido que nosotros. Unos tipos con pinta de acabar de llegar de una playa de California (si no fuera por sus metralletas) deciden a gritos quién pasa primero. Uno de ellos se lleva a los yanquis para que no esperen la cola. Los demás enseñamos los pasaportes y nos dice que esperemos nuestro turno.


Hay muchos controles, muchos. Muchas preguntas, muchas, las mismas, repetidas:
¿Cuál es el propósito de tu visita? (Ver la Semana Santa en Jerusalem)
¿Así que vives en Beirut? (Sí)
¿En qué trabajas? (...)
¿Cuánto tiempo vas a quedarte? (5 días)
[La chica policía, con nombre, apellido y cara rusos, tacha el sello de “15 días” y escribe a boli “one week”]
¿Hablas árabe? (Unas pocas palabras)
- Por favor, no me selléis el pasaporte*.
- Pasa por aquí. Espera aquí. Siéntate, por favor.
El último me llama todo el tiempo por mi apellido: “Entonces, ¿vives en Beirut?...”


Mi mochila ha desaparecido hace una hora y no la recuperaré hasta el final.

Por fin. Un taxi colectivo más y estoy en Jerusalem. Son las diez de la mañana: 10 horas de viaje, fronteras y más fronteras, taxis, esperas y enseñar el pasaporte a todo el mundo.
Hace un día soleado. Qué pena que me duela la espalda.
A pesar de eso, ando y ando, ando durante todo el día, hasta que no puedo más y la espalda cada vez está peor.
Son las seis de la tarde y me voy al hotel. Pido que me pongan ropa limpia en la cama porque la que hay debe de llevar meses puesta, por el olor que despide.
Me froto la espalda con el aceite consagrado que me ha dado un cura barbudo y con coleta (creo que hablaba armenio) en, ni más ni menos, el Santo Sepulcro, en la iglesia más sagrada de la Cristiandad.
Quiero tener fe en que el aceite me va a arreglar la espalda, en que mañana me despertaré como nuevo, sin dolor, e iré a ver la mezquita Al-Ahsa, a ver si tengo más suerte que hoy y me dejan entrar los soldados; me han dicho que “de 7 a 10 y de 12,30 a 13,30”.


Supongo que éste es el mejor sitio para tener fe.
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Primero, al llegar a Jerusalem doy vueltas por los zocos buscando un hotel; me quedo en el hostal “Al-Arab”, típica casa antigua, descuidada, sucia y con terraza. Es muy cutre el sitio, acorde con el precio, 11 dólares la noche.
Mi habitación está en la terraza y tiene 2 literas y un colchón más en el suelo. Las duchas colectivas funcionan, sorpresa.
A la calle, a ver el ambiente, gentes tan diferentes: palestinos, mujeres de los pueblos que venden verduras en el suelo, niños corriendo, comerciantes; judíos ultraortodoxos con sus tirabuzones, sus sombreros, sus ropas negras, que cruzan la calle al-Wad camino del muro de las lamentaciones, escoltados por jóvenes en camiseta, con la cabeza rapada y pistolas enganchadas a un brazo mecánico que cuelgan justo delante de la mano, ingenioso sistema para disparar rápido (parecen muy ligeras); judíos del Este de Europa, vestidos casi como la familia de “La casa de la pradera”. Militares y policías en cada esquina, en cada cruce, en las murallas; algunos turistas, que es Semana Santa; curas barbudos, ¿serán ortodoxos griegos, armenios, coptos, católicos,…? Los típicos zocos árabes: olores de especias, barullo, carne, tiendas de falafel; es difícil andar con tanta gente en calles tan estrechas. La ciudad te envuelve.
Sigo la calle y llego al Muro de las Lamentaciones: militares en la entrada, registros, arcos magnéticos. Uno me pregunta si llevo navajas u objetos punzantes. En el muro, la imagen tantas veces vista en la televisión: la gente rezando y moviendo la cabeza. Un espectáculo, muy visual.
Intento entrar a la Explanada de las Mezquitas para ver la Mezquita de la Roca (desde donde Mahoma ascendió a los cielos acompañado del arcángel Gabriel, y donde mucho antes Abraham preparó el sacrificio de su hijo. Uno de los muros del recinto es, del otro lado, el muro de las lamentaciones (supuestamente, resto del antiguo templo judío, aunque en realidad sea romano). No me dejan entrar los soldados israelíes: la entrada (para los no musulmanes) está restringida a una sola puerta y al periodo de 7 a 10 y de 12’30 a 13’30.
Visito el barrio judío, un alarde de nacionalismo; algunas camisetas para turistas son “dignas” de verse: “JerUSAlem”, “Jerusalem, ciudad del amor”, “Israelian Utzi*: Just do it”. En fin.
Visito el barrio armenio, un oasis de paz y silencio. Entre los dos barrios un ultraortodoxo me pregunta porqué estoy haciendo una foto de un póster: es sobre el genocidio armenio a manos de los turcos a principios del siglo XX. Porque genocidios también ha habido muchos, aunque algunos ni siquiera se reconozcan oficialmente.
Visito el barrio cristiano: la iglesia del Santo Sepulcro, donde termina el Via Crucis, donde Cristo fue crucificado y enterrado; llena de capillas de diferentes ritos cristianos; cristianos ruidosos; el ambiente tan terrenal no deja imaginarse, sentir lo que pasó aquí.
Entro en una capilla y unos curas están bendiciendo a la gente con aceite consagrado, poniéndoselo con un algodón sobre la cara y las manos. Las viejas acercan botes y botellas para que se los llenen de aceite. Me gustaría tener un poco de recuerdo y para regalar: salgo a la calle, compro un botellín de agua en una tienda de turistas a precio de turista. Me bebo el agua y vuelvo a la iglesia; llego a tiempo para que me pongan aceite en mi botella.
Si Jesús levantara la cabeza vería que las tiendas de los mercaderes siguen aquí.

Vuelta al zoco: como-ceno en un restaurante árabe, muy popular, donde se puede comer el pollo con los dedos y en grandes cantidades.
Es de noche. Necesito dormir. Escribo un poco y me duermo sobre las 8 de la tarde. El frío y la mezquita de al lado me despiertan sobre las 5. Me pongo otra manta y duermo hasta las 9.






*Siria y Líbano no reconocen al estado de Israel; tener un sello israelí en el pasaporte supone la prohibición de entrar a estos dos países, incluso si se reside en uno de ellos. Así que digamos que esta historia me la contó un amigo que tiene un amigo al que le pasó.

*Utzi: Marca de armas ligeras israelíes.

03 diciembre 2007

Esa tarde de domingo.

Esa tarde de domingo tenía, como tienen todas, un olor acre de algo que está muriendo.

Había camareros, un sol amarillo, flores amarillas,
sirvientas y niños y niños con sirvienta -sirvientas amarillas-.

Había también un mar callado, como de domingo.
Y un avión que llegaba a veces.

Había alguien que te esperaba, triste por esa tarde de domingo. Y por ti.
Pero que aún así te esperaba.

Había un faro encendido y muchos corazones apagados.

Y un vientecillo, agresivo en su pequeñez,
como un perro de tres kilos.

Y tú tenías ganas de que ese domingo por la tarde se muriera
de una vez,
llevándose con él al viento, al mar entero,
a la ausencia de perro
y a la melancolía.

Que fuese mañana por la mañana
y sentir el esfuerzo de empezar algo
mejor
que la nada
de esa tarde
de domingo.

Olas en la Corniche de Beirut.

A veces llegan salvajes, revueltas y grises,
con gaviotas gritando,
y ellas también gritan,
y saltan a la carretera, enfadadas,
y chocan contra los muros, histéricas...
y otra vez y otra vez y otra vez...

A veces vienen relajadas,
como empujadas por la manita de un niño,
sopladas por un viejo,
resbalando por una calle casi casi...casi
sin pendiente...

Depende.

Pero siempre vienen.
De día y de noche.