28 abril 2008

Manuel.

Un día, sin saber por qué, la mala suerte se nos cruza en el camino y ya nada es igual.

Manuel tenía 22 años aquel día del verano del 2002. Había dejado la escuela a los 13 y trabajaba en la aceituna por temporada.
Su día de mala suerte llegó en un olivar andaluz, tuvo un accidente y perdió su mano derecha. Estuvo 3 meses en coma. Desde entonces no ha vuelto a encontrar un trabajo.

La historia es cierta, salvo que en realidad se llamaba Ali, el olivar estaba en Nabatiyeh, en el sur de Líbano, y la mala suerte tenía forma de bomba de racimo colgada de la rama de un olivo.

“Las minas antipersonales y las bombas de racimo han causado 4.272 víctimas en
Líbano, entre ellas 1875 muertos”.
(L’Orient Le Jour, 24 de abril de 2008)


Hay más de un millón de minas antipersonales y bombas de racimo en el sur de Líbano, plantadas por un país tan respetable como Israel en nombre de su sagrado “derecho de defensa” y con el evidente objetivo de seguir durante años y años matando personas inocentes o dejándolas ciegas, cojas, mancas, inválidas.

Las bombas de racimo, lanzadas por Israel en julio de 2006, sueltan al caer cientos de pequeños ingenios explosivos que se esparcen y siembran la tierra. Allí quedan durante años a la espera de que un campesino o un niño las pisen.
El sur de Líbano está infectado de ellas, incluidos los campos de olivos, cítricos, tabaco y trigo. Desde Agosto de 2006 han matado a 40 personas y herido a más de 250.

Hay que tener poquita ética para utilizarlas, por no decir una cosa más fea.
“Occidente” no sólo no impone sanciones a Israel, sino que ni siquiera condena el hecho. Será porque Israel es “uno de los nuestros”; o porque “Occidente” es quien fabrica y vende estas armas cobardes.

Si alguien dejara bombas esparcidas en un olivar de Andalucía estaríamos de acuerdo en llamarlo terrorismo.

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