20 noviembre 2009

De la superioridad del pantalón con cintura elástica. (Homenaje a Sam Savage)

Ministro:
Habrá usted observado que en el encabezamiento inmediatamente anterior no he escrito “señor” ni “excelentísimo señor”, ni siquiera “ilustrísimo señor”. Y eso, no porque yo piense que no es usted excelentísimo o al menos excelente…
En realidad sí que lo pienso, no creo que sea usted nada de eso. Lo que yo creo es que es usted un listo, un vividor, y que ha medrado ya sea por su propio carácter, semejante al del tiburón blanco, ya sea por medio de amistades y/o familiares. Pero todo esto no lo digo por ofender, que no es la intención de esta misiva, sino por no llevarnos a engaño. Si he escrito sólo “ministro” es porque estoy convencido de que no hay nada más injusto que confundir el cargo de una persona con su calidad: así, entre los ministros habrá que sean ilustres, ilustrísimos, ilustrosos, o nada de lo anterior (aunque mi convencimiento, no lo digo por ofender, es que lo que más abunda son los iletrados).
Del mismo modo para mí tengo que “excelente” es un adjetivo que más le cuadra a un vino que a un ministro. Cuánto más “excelentísimo”, redundancia e hipérbole que difícilmente se podría aplicar a un fulano con la pinta de usted, y no lo digo por ofender, ni es culpa mía que usted tenga esas maneras y ese aspecto tan poco de fiar y tan poco excelentísimo.
No, si al comienzo he dicho sólo “ministro” ha sido basándome en unas creencias primarias igualitarias que me llevan a pensar que bastantes privilegios le da ya su cargo para que encima tengamos que llamarle a usted con esos superlativos rimbombantes epítetos.
Ministro, se habrá dado usted cuenta igualmente de que no he iniciado la presente con “ministro/-a” o con “ministra/-o” como previendo que pudiera usted pertenecer al 50% de los ministros de género femenino que por ley ocupan las poltronas.
No se trata sólo de que me dé igual si es usted hombre o mujer, poco ilustrísimo o poco ilustrísima. Ni siquiera me importa si usted ha llegado a ser ministra –suponiendo que sea ministra- por los mismos tristes motivos que sus colegas de sexo opuesto, o si lo es por lo anterior y además por ser mujer.
No, no. No es eso.
No se debe tampoco a yo no sea lo suficientemente correcto políticamente ni lo bastante “evolucionado” socialmente como para dar importancia a estos detalles.
¿Será que en mi fuero interno sospecho que una “discriminación positiva” no deja de ser una discriminación? Y que si nos ponemos así tendríamos que tener, por porcentaje y justicia, un ministro/-a gay, uno gitano, otro ecuatoriano, uno adolescente y otro jubilado, medio ministro rubio y 2 fumadores. Uno minusválido sería correcto igualmente. Así como uno castellano (pero no 2), uno alcohólico y 2 creyentes (bueno, 3, que no vamos a discriminar a los no católicos, discriminar negativamente, quiero decir).
Dirá usted que sí, que bueno, pero que no hay ministerios para tanto ministro/-a discriminado/-a positivamente. No hay camas pa tanta gente, que diría la canción.
Es cierto, pero algo arreglaríamos si pusiéramos a una ministra adolescente, rubia y de Castilla-La mancha a la vez.
Bueno, ministro, no me líe, que a lo que yo iba es a que si no he puesto “ministro/-a” o incluso “ministro-ministra” ha sido por lo que venimos tradicionalmente llamando “economía del lenguaje”, ¿comprende?
Me parece estar escuchándole, ministro o ministra, o lo que quiera que sea: “Pues sí, muy económico, pero lleva 2 folios y aún está en la introducción”.
Tiene usted toda la razón, aunque tampoco hace falta ofender.
Así que paso sin más dilación a exponerle el objeto de mi carta; no sin antes indicarle un pequeño detalle: le estoy tratando de usted no por contradicción con todo lo dicho hasta ahora sino con el exclusivo propósito de que si se diera el caso de que usted me respondiera, cosa que no espero, sinceramente, lo haga usted de la misma manera y tratándome de usted. Como usted no me va a llamar excelentísimo pues yo tampoco.
Es este igualitarismo que tengo, es que me puede.

Y ahora sí, al grano, ministra, que poco a poco la voy a usted imaginando inconscientemente como a mujer; si resulta que al final era usted un hombre…pues no me importa, ya se lo he dicho antes.
Lo que quiero contarle es un incidente que me ocurrió ayer. Más que incidente se podría considerar accidente, suceso, anécdota, sensación o sobrecogimiento.

Iba yo por la calle ensimismado en mis pensamientos –a punto he estado de escribir “enmimismado”, pero no quiero que se me acuse de egocentrismo-.
Andaba yo con la cabeza ladeada a causa de una dolencia que no viene a cuento relatar. Así que olvídese de la posición de mi cabeza y concéntrese en el hecho central e indiscutible de que yo andaba por la calle.
Y al cruzar de esa calle –me voy a pasar al presente de indicativo, por dar apariencia de variedad estilística más que nada- me encuentro súbitamente con el recuerdo de una conversación. Me choco con él –con el recuerdo- …

(Y ahora un flashback) 2 horas antes:
- “Yo prefiero los pantalones de cintura elástica, los de botón me agobian y me producen gases y me oprimen, y ya estoy yo bastante oprimido actualmente como para añadir inútilmente más opresión a la opresión.
- ¿Ah, sí? Pues yo, al contrario: los que me dan gases son los de goma.
- Pero, hombre, ¿qué dices?
- Como lo oyes, los pantalones con botones y yo somos uña y carne…”
Etcétera.
Habrá comprendido, ministro, que era yo el que defendía con esa rotundidad los pantalones elásticos.
Voy a serle sincero: en aquel momento no dije todo; si entonces pasó por mi mente la nube de un atisbo de posibilidad de incluir algo negativo en mi elogio del pantalón con goma, inmediatamente la borré, la barrí…la barnicé. La barrunté quizás, pero me la callé. Rebatí con ardor la incomodez (o incomodismo) que supone la carencia de cremallera (“se introduce el dedo pulgar entre la piel y el pantalón, incluyendo el calzoncillo si se quiere, se tira hacia abajo, zip, y ya está uno listo para aliviarse la vejiga. Al acabar, se suelta, zap, y todo, calzoncillo y pantalón, vuelve a su posición original o primigenia”).
Argüí, debatí, argumenté, expuse. Y me acaloré.
Pero de dejar que apareciera la nube, nada de nada.
Ministro, ¿se acuerda de que yo estaba antes en el trance de cruzar una calle cuando de pronto me asaltó una idea? Idea que confirmó la nube y la conformó y la transformó en un nubarrón negro, qué digo, en un cielo tormentoso y amenazador, en niebla, en bruma, en grisura y negrura y amargura.
Sí, ministro, lo confieso ahora: los pantalones con goma suelen tener bolsillos pequeños de donde los objetos saltan al suelo, al asiento de un taxi, a lo incógnito, con suma facilidad.
Si esto es así se debe probablemente a que los partidarios y usuarios de pantalones anti-opresión somos aún minoritarios y la industria dedica más esfuerzo al diseño botonil, la performance y la sofisticación del pantalón mayoritario, viéndosenos a nosotros como excéntricos que no merecen grandes bolsillos, casi como si en nuestra indigencia no tuviéramos apenas objetos que meter en nuestros pantalones.
Ya llegará el día, pero mientras tanto nos vemos abocados a perder nuestras escasas posesiones, a repartirlas por calles, parques, coches, iglesias, ferreterías o donde quiera que vayamos…

Y se me ocurre, ministro, que el dinero que se cayó de mi bolsillo podríamos considerarlo mis impuestos. ¿Qué le parece? En realidad yo no elegí perder el dinero ni puedo saber quién lo tiene ahora, ni puedo decidir quién, cómo y en qué lo va a utilizar. Exactamente como los impuestos.
No me gustaría que su gozoso poseedor actual gastara mi ex-dinero en armas, en coches que yo no pueda tener, en viajes que yo no pueda hacer.
Lo mismo me gustaría para mis impuestos, no sé si me explico.
Quisiera al menos decirles a ambos, a usted y al que lo encontrara vaya usted a saber dónde, cómo gastar un dinero que al fin y al cabo un día fue mío.

Ministro, dado que los de su gremio son propensos a la vanidad, proclives a creerse alguien y productos de la adulación, me despido diciendo que es gracia que espero de su recto proceder. Y que Dios (a menos que sea diosa) le guarde muchos años.
No considere esto último como una bajada de pantalones; fácil me resultaría gracias a que los llevo cintura elástica.
Pero no.
Considérelo más bien un intento psicoanalítico de hacerle recordar algo que usted no quiere recordar: cómo terminaban las cartas que su padre, el Excelentísimo Señor Ministro, recibía cuando usted era niño, allá por el Ministerio de la Gobernación.

11 noviembre 2009

El precio de la creación.

En el mundo actual la cultura se ha democratizado: ya se sabe, “el hijo del obrero, a la universidad”. Murieron los siglos en los que sólo los nobles y los curas sabían escribir y los otros eran analfabetos siervos de la gleba destinados a procrear descendientes que también serían mano de obra procreadora a su vez de mano de obra.

Tampoco vamos a exagerar: en la España democrática los diplomáticos siguen siendo en su mayoría hidalgos, hijos de algo o de alguien; los escritores, niños de papá; los políticos, hijos de políticos (franquistas) o de puta. Las clases sociales se perpetúan todavía y el hijo de la clase alta raramente se verá afectado por el paro, la crisis, la pobreza.

Pero ha habido 2 “revoluciones”, una vomitiva y otra positiva.
La primera es que ahora se puede medrar con tu papá PSOE o PP o PNV o CIU… Diréis que el enchufismo, el amiguismo, la corrupción, el pago de favores y los estómagos agradecidos son más antiguos que Don Pelayo y toda su rancia estirpe. Es cierto, pero con la diferencia de que ahora nadie se queda “cesante”, el pastel es grande y hay trozo para todos los que alguna vez han conseguido acercarse a la mesa.

La positiva es que ahora, con la tecnología y la globalización, el “pastel” cultural también es más grande y más gente tiene acceso a él. Se puede, por ejemplo, publicar y alimentar el ego en periódicos y revistas digitales. Esto tampoco es la panacea, que ya se sabe que la cultura es barata, excepto para la SGAE, y que un Dj, es decir, un pinchadiscos, gana más que un poeta. Pero algo es algo.

El precio de la creación está de rebajas, se paga mucho más el kilo de morro. En los concursos culturales el premio es una enciclopedia y un fin de semana en temporada baja en un balneario para el gran campeón que ha vencido en 12 programas consecutivos. Pero hay un apartamento, un coche y una televisión de plasma para el que acierte el precio justo de un kilo de lentejas, o para el que sea capaz de hacer el tonto durante 2 horas mientras abre cajas de cartón a ver qué premio hay dentro.

Hace unos años un amigo cobró 200.000 ptas por la publicación de un libro que había traducido del árabe al español. Más un porcentaje si las ventas pasaban de, digamos, mil ejemplares, lo cual se antojaba harto difícil teniendo en cuenta que el autor traducido no era el cantamañanas de Dan Brown sino un filósofo iraquí del siglo IX. A mi amigo le quedaba el no pequeño consuelo de ver su nombre chiquitito en páginas interiores así como el de incluir en su currículum la publicación de un libro.
Se pagan 60 euros por un artículo en un periódico de gran tirada; excepto, claro está, si eres Javier Marías, Pérez guion Reverte, Maruja Torres, Espido Freire, y congéneres, que el precio no está en función de cómo o qué escribas sino de la firma.

En todo caso, si escribes sin muchas faltas de ortografía, no es difícil publicar. Veamos un caso:
“Soitu.es” es un periódico digital que publica entre otras cosas artículos de españoles que viven en el extranjero, o incluso en diversas ciudades españolas. Tú escribes algo sobre tu ciudad y se lo mandas. Entonces ellos, si les interesa, te dicen que sí, pero cumpliendo una serie de normas: nada de política ni religión, ni de crítica, polémica o alardes literarios, ni de lo que sea. Lo que queremos es que escribas un articulillo simpático y positivo de la ciudad, que nos presentes la vida cotidiana y cultural, una visión clara y sencilla y sin compromiso. Que la pueda leer por ejemplo la pareja que piensa pasar el próximo fin de semana en Budapest aprovechando el excelente precio de los billetes si se compran con antelación.
A partir de ahí, tú tiras lo que has escrito, buscas datos de interés en cualquier guía turística y los salpicas de un toque personal, que para eso vives allí. Y lo envías.
Y si les interesa esta vez y cumple los requisitos y el espíritu, pues te lo publican. Y si no, no, que para eso el periódico es suyo.

Vayamos al pago: 20 € + el gozo de difundir entre tus amiguetes y conocidos que publicas en Soitu.es.
Pero, un momento. Comprenderás que hacer un cheque de 20 € no es más que trabajo y molestias.
Así que Soitu.es te propone lo siguiente: “Cuando te hayamos publicado 5 artículos te enviamos 100 €”.

Tentado estuve de mandarles un churro-artículo y después otro y otro… Sólo para comprobar si publicar el quinto era tan difícil como encontrar el rey de bastos en los boletos de las tómbolas de las ferias, o conseguir el futbolista que nunca salía en las colecciones de cromos cuando éramos niños.

09 noviembre 2009

El VVIP.







El árabe es ostentoso por naturaleza; si tiene dinero le gusta mostrarlo, en su coche, en su casa, sus muebles, ropa, complementos… Si no lo tiene, le gusta aparentar que lo tiene.

Cuántas veces en Beirut se ve a una persona bajarse de su BMW o de su todoterreno gigante para comprarse un falafel de 2.000 liras (1 €) y comerlo discretamente dentro del coche.
Lo contrario de los españoles, que contamos que esa camisa tan bonita que nos están alabando nos ha costado 10 € en las rebajas.
En España la gente tiene paranoia a que se reconozca el número de matrícula de su coche, mientras que en Líbano, el que puede y el que no, pagan mucho dinero para que su matrícula sea capicúa o tenga pocos números o sea fácil de recordar.
Cuando ordenamos los billetes normalmente ponemos los de más valor dentro, dejando fuera los pequeños. Curiosamente es lo contrario lo que se hace aquí: el billete grande envuelve a los pequeños. Quizás porque en los países de Oriente Medio apenas hay robos; quizás por ostentación; o tal vez por una psicológica sensación de protección del dinero por nuestra parte.

El caso es que en Líbano asistimos constantemente a ridículos alardes de “nuevo rico” y a una obsesión por la imagen de lo más llamativa.
En una ciudad de calles estrechas y en mal estado, con coches aparcados en triple fila y atascos constantes, el libanés no tiene otra idea que comprarse un todo terreno, un Mercedes o un Hammer. Cuanto más grande mejor, aunque no quepa. Ni siquiera los italianos hacen eso, hablando de pueblos obsesionados con la imagen.

En todos los países hay atracción por el lujo y el privilegio. Qué bonito entrar y salir el primero del avión y que nos vean con una copa en la mano que los otros no tendrán. Aunque según un estudio de la Universidad de Wisconsin el 95% de los viajeros en primera clase no ha pagado su billete, sino su empresa o institución, que el dinero público nos hace más generosos que el propio.

Así que en un país con la mentalidad de Líbano no basta con ser un VIP. Eso es vulgar.
Si a una discoteca “selecta” van muchos VIPs, se trata de ser el VVIP entre ellos, el very very, pero very que te cagas, important person.
Desgraciadamente los conciertos de bacalao también abundan en Beirut. Casi cada fin de semana viene un pinchadiscos europeo que siempre está entre los 10 mejores del mundo; he visto anunciados al menos 30.
En esas veladas de chundachunda se establecen 3 categorías de entradas: “Regular”, o sea, adolescentes pijos pero con paga del domingo; “VIP”, o sea, normal; y “VVIP”, o sea, lo más, los que tienen derecho a sentarse más cerca del “artista”.
¿Quién forma esta élite?
Pues, entre otros, horteras con mucho dinero, conseguido no hace mucho no se sabe muy bien cómo; hombres de negocios-políticos-empresarios-de las familias que controlan, todo en uno; traficantes de algo acompañados de 3 modelos con el doble de altura y la mitad de años que ellos; juventud dorada del Golfo, hijos del petróleo, el lujo y la contradicción, venidos a Beirut a hacer todo lo que no está permitido en su país (que es todo) en cuestión de sexo, drogas y rock’n’roll.
Yo no sé si la “i” del VVIP es de important o de impresentable, pero creo que si esto sigue así habrá que añadir otra “v”.