04 julio 2007

El garbanzo.

Las gaviotas revoloteaban nerviosas, como enfadadas, con esa energía del que ama y del que odia, entre las olas bruscas que el cielo aumentaba.
Pasaron unas aves en formación, no sé cuáles, no soy un experto en aves, pero no eran gaviotas.
Volaban bajo, muy cerca del mar, para evitar el viento.
Pero aún así la formación se había roto: un grupo seguía todavía al guía pero algunas se habían retrasado e intentaban, solas o de dos en dos, llegar hasta la cabeza. Siempre me han fascinado las aves que vuelan así, orientándose, con guías, en línea recta, turnándose delante, recorriendo continentes, mares, hasta llegar al destino que marcaron sus antepasados.
Desaparecieron las aves de mi vista.
Les deseé buena suerte en su viaje sin pausa, con viento, con lluvia, con noche, con calor.
Y volví a mirar mi café turco, lo que quedaba de él: los posos recubiertos de una fina capa líquida, las manchas en la taza, esos posos y esas manchas donde está escrito nuestro destino y que algunos pueden leer porque conocen esa escritura.
Vi mi vaso de agua al lado de otros 3, inútiles porque estaban boca abajo, más inútiles porque yo estaba solo en aquella mesa. Había a su lado un cenicero vacío y otro no: éste último tenía diez o doce huesos de aceituna, diez o doce güitos (es bonito, "güito"); y 3 colillas de cigarro, dos de ellas apoyadas sobre güitos. Y ceniza. Y un garbanzo huérfano. ¿Qué hacía allí el garbanzo? Extraño destino el de un garbanzo en un cenicero, acompañado no de otros garbanzos sino de güitos.
En las mesas de alrededor la gente hablaba: el sonido era familiar, como una música de fondo que has escuchado muchas veces sin saber qué historia cuenta.
Me sentí como un garbanzo entre güitos pero comprendí, porque así lo sentí y sentir es comprender, que no hay nada de malo en ser un garbanzo mientras tengas patas para moverte de los güitos a los garbanzos pasando por los altramuces (no las lentejas cocidas, aquello es el infierno), y de los ceniceros al suelo, del paquete de garbanzos a una boca.
Y me dio pena aquel garbanzo sin patas obligado ya para siempre a vivir entre güitos y colillas, sin entender nada, sin poder contarle a nadie que no entendía nada.

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