11 octubre 2012

Obligados a soportar a ineptos.

Un compañero mío admira la profesión de político. Piensa que la mayoría de ellos son gente honrada y con vocación que aspira a mejorar la sociedad y que se sacrifica para ello.
Yo sospecho que mi compañero padece de un trauma infantil, o, mejor dicho, que cuando era niño le metieron esa idea en la cabeza, como a otros les inculcan la caza, el Real Madrid o el nacionalismo.
Por eso los casos de corrupción política que aparecen en España cada día de cada semana de cada mes de cada año, no le afectan ni lo más mínimo: piensa que mil son "casos aislados"; y diez mil y cien mil y un millón. No se da cuenta de que ese millón de corruptos es sólo la punta del iceberg, los que pillan -aunque casi nunca castiguen-.
No cuenta entre la basura política a los asesores, a los consejeros, a los primos, cuñaos y demás listos que llegan a los cargos sin examen, sin concurso, sin preparación, sin méritos y sin vergüenza; no los cuenta porque el amiguismo es legal en España y lo que es legal es bueno, aunque las leyes las hagan precisamente estos listillos.
A mi amigo le encantaría ser político para sentir sinceramente que está imponiendo por nuestro bien una sociedad de buenos ciudadanos recicladores que se emborrachan hasta las 23'30.
Está convencido de que en España -estado democrático formado por varias naciones, según él- cualquiera puede ser político si así lo desea, y honesta y humildemente ascender en el escalafón hasta llegar a puestos de responsabilidad política.
Defiende la estrafalaria idea de que, si no te gusta ninguno de los partidos dominantes, siempre puedes crear tú uno que convenza a la ciudadanía y compita de igual a igual con las máquinas bien untadas de las mafias, perdón, de los partidos. Y es que para hacer un equipo sólo necesitas 11 jugadores y un balón de trapo, y a jugar la "Champion" con el Madrí.
Cree incluso el susodicho que en España hay un amplio abanico político para elegir y que entre los distintos  partidos existen diferencias extraordinarias.
Todo muy bien y muy bonito.
Y hasta podría ser cierto si la democracia española no estuviera degenerada.
Porque ahí está toda la diferencia, en los mecanismos de los que se dota un país para asegurarse de que sus gobernantes sean los más honestos, inteligentes y preparados, en lugar de los más trepas y mentirosos.
Y la mentalidad española -la de todas sus naciones sin excepción- no favorece que sean los más capaces los que accedan a los altos cargos, sino los más ambiciosos, los que menos escrúpulos tienen, los que manejan contactos o los que estaban en el buen momento en el buen lugar.
Sólo hay que mirar y escuchar un momento a Rajoy, a Rubalcaba y a los otros, para saber a cuál de las 2 categorías pertenecen.

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