10 diciembre 2007

Notas de la Semana Santa en Jerusalem (1)

Miércoles, 7 de abril - 00 horas-Beirut-Estación de taxis colectivos “Al Marfaa”.

Noche de viaje completa. Intento dormir y no lo consigo; pero cierro los ojos porque no tengo ganas de hablar con el taxista. Salida de Líbano; entrada en Siria. Los policías son amables, las fronteras tranquilas; despertamos a los encargados de los visados. Apenas hay control.
Salida de Siria; entrada en Jordania a las 3 aproximadamente de la noche. También despertamos al policía de los visados. Todos son simpáticos. Uno me dice que el Madrid ha perdido.
Me devuelven el dinero del visado (10 dinares jordanos) porque tengo pasaporte de servicios.
Un taxista, amigo del mío, me invita a un café. Hace mucho frío y tengo poca ropa.
Antes de llegar a Ammán mi taxista me dice que le pague; quiere bastante más de lo que pactamos con el encargado. Dice que es un malentendido; regateo, ni pa ti ni pa mí, un poco más. Me dice: “Pero no te enfades conmigo”.
En el campo, para el taxi y yo me paso al de su amigo porque mi taxista ha llegado a su pueblo.



Estación "Al-Abdalíe", Ammán. Taxistas durmiendo en sus coches, mucho frío. Son las 4,30. En mi bolsillo hay dólares, libras libanesas, libras sirias y dinares jordanos (y después habrá también shekels israelíes).
Encuentro un taxista beduino con “kuffie”, “galavie” rota y muy tranquilo. Me pide 12 dinares por llevarme al puente del rey Hussein, frontera con Israel. Acepta 10.
Llegamos aún de noche, 5,30, todo está cerrado; esta frontera sólo se abre unas pocas horas al día. Cuando Israel quiere. Los policías jordanos no saben a qué hora podremos pasar. Así que el taxista ¡se queda una hora conmigo! Y con el policía de guardia.
Estoy practicando mi árabe. Después otro policía me invita a un café turco gigante.
No me cobran el visado tampoco. Cambiamos de edificio porque el ordenador no funciona. Encontramos también una paloma en el edificio; los policías intentan sacarla pero en la escaramuza le despluman la cola; a pesar de todo, se va volando.
Pero yo no: es de día, estoy muy cansado, casi sin dormir; cada vez me duele más la espalda; tengo los ojos resecos. Y aún me queda otra frontera muy dura y un taxi colectivo más.
Por fin salimos en un autobús para recorrer unos kilómetros de “tierra de nadie”; varios controles en el camino.
En nuestro autobús no van los palestinos; al llegar los vemos haciendo cola y nos tenemos que quedar dentro del autobús hasta que ésta casi ha terminado.
En el autobús de los “extranjeros” vamos sólo seis: una mujer de EE.UU. y su marido jordano; ella habla árabe con fluidez (lleva 35 años viviendo en Jordania) aunque con un terrible acento yanqui. Dos chicos con pasaporte francés pero de origen argelino. Un palestino con pasaporte de EE.UU. y que me habla español. Va a visitar a su familia en Ramallah.
Por supuesto, la “verdadera” norteamericana y su marido pasan mucho más rápido que nosotros. Unos tipos con pinta de acabar de llegar de una playa de California (si no fuera por sus metralletas) deciden a gritos quién pasa primero. Uno de ellos se lleva a los yanquis para que no esperen la cola. Los demás enseñamos los pasaportes y nos dice que esperemos nuestro turno.


Hay muchos controles, muchos. Muchas preguntas, muchas, las mismas, repetidas:
¿Cuál es el propósito de tu visita? (Ver la Semana Santa en Jerusalem)
¿Así que vives en Beirut? (Sí)
¿En qué trabajas? (...)
¿Cuánto tiempo vas a quedarte? (5 días)
[La chica policía, con nombre, apellido y cara rusos, tacha el sello de “15 días” y escribe a boli “one week”]
¿Hablas árabe? (Unas pocas palabras)
- Por favor, no me selléis el pasaporte*.
- Pasa por aquí. Espera aquí. Siéntate, por favor.
El último me llama todo el tiempo por mi apellido: “Entonces, ¿vives en Beirut?...”


Mi mochila ha desaparecido hace una hora y no la recuperaré hasta el final.

Por fin. Un taxi colectivo más y estoy en Jerusalem. Son las diez de la mañana: 10 horas de viaje, fronteras y más fronteras, taxis, esperas y enseñar el pasaporte a todo el mundo.
Hace un día soleado. Qué pena que me duela la espalda.
A pesar de eso, ando y ando, ando durante todo el día, hasta que no puedo más y la espalda cada vez está peor.
Son las seis de la tarde y me voy al hotel. Pido que me pongan ropa limpia en la cama porque la que hay debe de llevar meses puesta, por el olor que despide.
Me froto la espalda con el aceite consagrado que me ha dado un cura barbudo y con coleta (creo que hablaba armenio) en, ni más ni menos, el Santo Sepulcro, en la iglesia más sagrada de la Cristiandad.
Quiero tener fe en que el aceite me va a arreglar la espalda, en que mañana me despertaré como nuevo, sin dolor, e iré a ver la mezquita Al-Ahsa, a ver si tengo más suerte que hoy y me dejan entrar los soldados; me han dicho que “de 7 a 10 y de 12,30 a 13,30”.


Supongo que éste es el mejor sitio para tener fe.
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Primero, al llegar a Jerusalem doy vueltas por los zocos buscando un hotel; me quedo en el hostal “Al-Arab”, típica casa antigua, descuidada, sucia y con terraza. Es muy cutre el sitio, acorde con el precio, 11 dólares la noche.
Mi habitación está en la terraza y tiene 2 literas y un colchón más en el suelo. Las duchas colectivas funcionan, sorpresa.
A la calle, a ver el ambiente, gentes tan diferentes: palestinos, mujeres de los pueblos que venden verduras en el suelo, niños corriendo, comerciantes; judíos ultraortodoxos con sus tirabuzones, sus sombreros, sus ropas negras, que cruzan la calle al-Wad camino del muro de las lamentaciones, escoltados por jóvenes en camiseta, con la cabeza rapada y pistolas enganchadas a un brazo mecánico que cuelgan justo delante de la mano, ingenioso sistema para disparar rápido (parecen muy ligeras); judíos del Este de Europa, vestidos casi como la familia de “La casa de la pradera”. Militares y policías en cada esquina, en cada cruce, en las murallas; algunos turistas, que es Semana Santa; curas barbudos, ¿serán ortodoxos griegos, armenios, coptos, católicos,…? Los típicos zocos árabes: olores de especias, barullo, carne, tiendas de falafel; es difícil andar con tanta gente en calles tan estrechas. La ciudad te envuelve.
Sigo la calle y llego al Muro de las Lamentaciones: militares en la entrada, registros, arcos magnéticos. Uno me pregunta si llevo navajas u objetos punzantes. En el muro, la imagen tantas veces vista en la televisión: la gente rezando y moviendo la cabeza. Un espectáculo, muy visual.
Intento entrar a la Explanada de las Mezquitas para ver la Mezquita de la Roca (desde donde Mahoma ascendió a los cielos acompañado del arcángel Gabriel, y donde mucho antes Abraham preparó el sacrificio de su hijo. Uno de los muros del recinto es, del otro lado, el muro de las lamentaciones (supuestamente, resto del antiguo templo judío, aunque en realidad sea romano). No me dejan entrar los soldados israelíes: la entrada (para los no musulmanes) está restringida a una sola puerta y al periodo de 7 a 10 y de 12’30 a 13’30.
Visito el barrio judío, un alarde de nacionalismo; algunas camisetas para turistas son “dignas” de verse: “JerUSAlem”, “Jerusalem, ciudad del amor”, “Israelian Utzi*: Just do it”. En fin.
Visito el barrio armenio, un oasis de paz y silencio. Entre los dos barrios un ultraortodoxo me pregunta porqué estoy haciendo una foto de un póster: es sobre el genocidio armenio a manos de los turcos a principios del siglo XX. Porque genocidios también ha habido muchos, aunque algunos ni siquiera se reconozcan oficialmente.
Visito el barrio cristiano: la iglesia del Santo Sepulcro, donde termina el Via Crucis, donde Cristo fue crucificado y enterrado; llena de capillas de diferentes ritos cristianos; cristianos ruidosos; el ambiente tan terrenal no deja imaginarse, sentir lo que pasó aquí.
Entro en una capilla y unos curas están bendiciendo a la gente con aceite consagrado, poniéndoselo con un algodón sobre la cara y las manos. Las viejas acercan botes y botellas para que se los llenen de aceite. Me gustaría tener un poco de recuerdo y para regalar: salgo a la calle, compro un botellín de agua en una tienda de turistas a precio de turista. Me bebo el agua y vuelvo a la iglesia; llego a tiempo para que me pongan aceite en mi botella.
Si Jesús levantara la cabeza vería que las tiendas de los mercaderes siguen aquí.

Vuelta al zoco: como-ceno en un restaurante árabe, muy popular, donde se puede comer el pollo con los dedos y en grandes cantidades.
Es de noche. Necesito dormir. Escribo un poco y me duermo sobre las 8 de la tarde. El frío y la mezquita de al lado me despiertan sobre las 5. Me pongo otra manta y duermo hasta las 9.






*Siria y Líbano no reconocen al estado de Israel; tener un sello israelí en el pasaporte supone la prohibición de entrar a estos dos países, incluso si se reside en uno de ellos. Así que digamos que esta historia me la contó un amigo que tiene un amigo al que le pasó.

*Utzi: Marca de armas ligeras israelíes.

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