19 diciembre 2007

Notas de la Semana Santa en Jerusalem (3)

Viernes Santo:
En un café fuera de la Puerta de Damasco – 8’00 de la mañana.
Estoy tratando de despertarme. He comprado un pan y una bola de falafel y me he sentado en la terraza de un café ultra-cutre. Estoy pensando en que allí hay gente muy rara, palestinos con la ropa sucia, zapatos rotos, mirada perdida. Pienso en que el café turco en Jerusalem es gigante: un vaso de plástico grande. Eso me gusta. Veo que la policía, al otro lado de la calle, ha cerrado la entrada a la ciudad antigua: supongo que porque es viernes, fiesta para los musulmanes y, además, viernes santo. Los palestinos no tienen ninguna libertad de movimientos; los judíos y los turistas, sí.
De repente, un hombre gordo que juega a las cartas en la mesa de al lado, cae al suelo y queda de rodillas y la cara en el suelo, como si estuviera rezando. La silla choca contra la mía. Es un ataque al corazón. Sus compañeros le echan agua en la cara y le frotan el pecho. Echa espuma por la boca. Me doy cuenta de que se está muriendo. Los policías miran de lejos pero no vienen. Les gritamos para que hagan algo.
Por fin se acercan 2 muy tranquilamente y llaman a una ambulancia, que llega muy rápido. Tratan de reanimarlo. Tarde.
Yo me voy de allí con la sensación de que ha empezado viernes santo. Hace sol. Nadie parecía demasiado triste; sólo miraban con curiosidad. Tal vez están más acostumbrados a la muerte que yo. Pienso en el hombre gordo: seguro que tenía una mujer gorda con pañuelo en la cabeza y un montón de hijos. Vestía muy mal. Hoy era su día de fiesta. Habría ido a la mezquita y ahora jugaba a las cartas y tomaba un café turco en vaso grande.

Cuando voy a entrar a la ciudad antigua un policía israelí me pide con mal tono y en árabe el carnet. Cuando ve que soy un turista me deja pasar sin ninguna simpatía, sin mirarme.

9’00 – Via Dolorosa
Cojo un lugar privilegiado para hacer fotos de la procesión, en la esquina de la Via Dolorosa y al-Wad.
Muchos soldados y policías y, sobre todo, integristas cristianos: filipinos, polacos, franceses con cruces,… curas de todo tipo, vestimenta, aspecto y color. Miles de curas y beatas, con ramos, iconos, cruces, cámaras de vídeo.
Muchos fotógrafos también. La policía intenta despejar la calle de peregrinos para que pase la procesión; hay vallas metálicas. Un estadounidense con un perrito que duerme la siesta. Siempre hay un pijo-bohemio con perrito, en todas partes.

¡Y cuántas monjas! Blancas, negras, con bigote, pálidas, con ojeras, beatíficas.
A algunas me las imagino mortificándose en sus celdas, poniéndose el cilicio, flagelándose para expiar sus malos pensamientos.
Un grupo de mejicanos. Cristianos de la India.
Fotógrafos de la agencia Reuters (con ese aire de superioridad y de no creerse nada) y fotógrafos aficionados; hasta curas con cámara.
Viejas que cantan en griego, en francés, en polaco, en ruso, en tagaloh,…se oyen cientos de lenguas en Jerusalem.
Empieza la procesión, se ven cruces entre la masa de gente; se acercan, se acelera…. Y caen en la esquina en avalancha, empujados por los de atrás.
Un cura barbudo impresionante se clava la valla metálica a mi lado y así se queda unos segundos. Pero no se queja. Faltaría más.
Un niño palestino le sopla la vela a una vieja del este de Europa y ésta empieza a darle manotazos al niño loco que se ríe.
La policía interviene para frenar a la gente. Megáfonos.
No busquéis ninguna espiritualidad ni aquí ni en la iglesia del Santo Sepulcro. A Cristo se le imagina mejor en cualquier iglesia de pueblo, en cualquier mezquita solitaria.

Desde un café hago fotos de la gran mezcolanza de gente que existe en esta ciudad: de ropas, de color, de religión, de lengua, de pobres y ricos.

Voy al Santo Sepulcro, pero pasando por la iglesia etíope que tanto me gustó ayer. Me quedo una hora encantado por los colores, olores, silencios, amabilidad de esta gente.
Algunos se hacen fotos llevando la cruz. En la iglesia sigo la misa un rato, tan distinta de la católica, tan misteriosa. Estos cristianos etíopes rezan arrodillándose a veces y tocando el suelo con la frente, de forma muy similar a la de los musulmanes. Al salir, me encuentro otra vez en el “templo de los mercaderes”: qué jaleo en la iglesia del santo sepulcro, qué ruido, qué chabacanería. No se puede andar.
Un polaco levanta los brazos al sol. Llegan procesiones presididas por muchos curas.
Dentro de la iglesia el mismo ruido que fuera: cámaras, griterío. Viejas que bendicen todo lo que llevan en el aceite perfumado de ámbar de la losa de la entrada. Veo una monja que ¡consagra su móvil!
Escapo a un café cercano pero muy tranquilo desde donde veo llegar la procesión de los cristianos palestinos, cantando en árabe, con niños en uniforme.
Vuelvo por los zocos centrales –el de la carne, donde huele a sangre, el de las telas.
Decido salir de la ciudad, de sus murallas, ir al Monte de los Olivos. Salgo por la Puerta de los Leones. Un vendedor de agua me dice que el monte está cerca, que puedo ir a pie. Y es verdad. Voy parando en cada iglesia. Algunas son maravillosas, sobre todo la de la Tumba de María, misteriosa, preciosa, sombría. Hay que bajar unas escaleras anchas y oscuras que llegan hasta el final de la iglesia. Hay un cura como de “El nombre de la Rosa” que come algo de una bolsa de plástico. En la tumba de la Virgen un cura reza. Me pongo al lado. Hay billetes (dólares, euros, shekels…) que los devotos han metido en la tumba, como si no hubiera otros sitios para las ofrendas.
Entro en la Gruta de Getsemaní, donde Jesús se reunía con sus discípulos.
Voy a una iglesia y de ella a un jardín, el de Getsemaní. Una monja rumana me dice que el “oficial” está al otro lado pero que éste es la continuación. El “oficial” no tiene mucho interés: un jardincillo cercado, con setos y flores; sólo merecen la pena los viejísimos olivos.
El otro, la continuación, si es bíblico, mediterráneo; con olivos “en libertad”. Y no hay nadie. Hasta que lo cruza un adolescente en un burro, seguido de un rebaño de ovejas y cabras. Le digo: “¿Es aquí el jardín de Getsemaní?”
Y me responde: -“Por Dios, no sé”.
Aquí sí me he imaginado a Jesucristo en su época.
Cojo tierra para mi hermano, que es creyente, creo. Y hojas de los olivos.

Me paro en una iglesia moderna pero preciosa, el “Flevit”, erigida donde Jesús lloró viendo por última vez la ciudad. A través de las vitrinas de la iglesia se ve todo Jerusalem y, enfrente, la Cúpula de la Roca, magnífica.
Me paro en la Tumba de los Profetas: me sale un hombre con muy malos modos y un perro que me ladra. Los dos me dicen: “¿Qué quieres?”. Respondo: -“Nada”. Y me voy.
El Monte de los Olivos es un cementerio judío inmenso. Le he prometido tierra de allí a K., que es palestino pero nunca ha estado en Palestina. Parece que sus padres son de Jerusalem. Pero creo que no es el sitio apropiado para cogerle su tierra. Mañana buscaré otro.
La vista es una maravilla: toda la ciudad amurallada con las cúpulas brillando al sol de la tarde.
Más arriba veo dos iglesias más: una donde esta escrito el “padrenuestro” en azulejos en multitud de lenguas (y pseudolenguas) por todos los muros: hasta en “asturianu”, “valenciá”, “esperanto”,…
Aquí me doy cuenta de que he perdido 300 shekels, todo lo que me quedaba cambiado. Se me ha caído del bolsillo al sacar el plano de la ciudad. Por la tarde leo en un mensaje de L., que ella ha perdido, no sabe cómo, 100.000 libras libanesas: ¡es la misma cantidad de dinero y el mismo día! Misterios de un día misterioso.
La otra iglesia, la de la Ascensión de Jesús, en realidad es una mezquita donde está la piedra con la huella del pie de Jesús al ascender a los cielos. Los musulmanes se han reservado una parte para rezar, al lado. Otra muestra más de que el Islam es, en esencia, muy tolerante. ¿Podemos imaginar que los cordobeses dejen una parte de la mezquita Omeya a los musulmanes para que recen allí?
Estoy cansado de turistas y de vendedores que me hablan en inglés. Miro Jerusalem desde lo alto por última vez y me bajo por donde he subido, hasta la ciudad, los cafés,…
Mañana es sábado.

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