08 febrero 2007

CONTAR. 1: No.

Buenos días.
Soy el escritor que no tiene nada que contar.
Eso no me hace ni diferente ni único.
Por supuesto.
No estoy orgulloso. Cuando lo pienso, me parece hasta un poco negativo.
Pero eso es cuando lo pienso.
Y yo no pienso mucho, casi nada, lo imprescindible para no ponerme los zapatos en la cabeza.
Aún así hay veces, por la mañana, cuando mi cabeza está embotada, quiero decir más embotada, que preparo mi nescafé con 2 pastillitas de sacarina y 2 cucharadas de azúcar y sin nescafé.
Claro, esto tiene una explicación que os podría contar si tuviera algo que contar.
Pero no es el caso.
En todo embotamiento hay límites y hasta ahora nunca he salido a la calle con un zapato en la cabeza.
Esta supuesta lucidez yo la achaco a que no tengo costumbre de llevar sombrero.

Ya estoy en la calle, hace sol, no llevo sombrero pero sí un zapato en cada pie.
Mis 2 zapatos serían iguales, exactamente iguales, si no fuera por las manchas que los individualizan. Nunca he limpiado mis zapatos. Os podría contar que pasé el servicio militar con una latita de betún que mi madre amorosamente me compró. Una latita que heredó un compañero porque quedaba más de la mitad.
Pero no hay nada más terrible que contar la mili.
En general contar es terrible, porque uno cuenta y el otro escucha; y normalmente el que escucha no escucha, sólo acecha el momento de una pausa, de un titubeo, para incrustar su cuña, que invariablemente comienza por: "Pues, yo....".
Y se cambian los papeles y la nueva víctima pasa a ser el cazador en potencia.

A veces me pasa que hago un juego en mi trabajo con las personas que están en la misma sala que yo.
Me gusta jugar.
No os cuento en qué trabajo porque contar es terrible y me gusta jugar, y entonces el juego es adivinar en qué trabajo.
Vuelvo a la situación anterior: estoy en mi trabajo y el juego consiste en preguntarle a una mujer: "¿Qué es lo primero que miras en un hombre?".
Podéis imaginar mi desconcierto, mi incomodidad, cuando alguna responde que "los zapatos".
¡Los zapatos!
"Sí, porque los zapatos dicen muchas cosas de un hombre. Yo nunca podría salir con alguien que lleva los zapatos sucios, por ejemplo".
Yo no me atrevo a mirarme los pies en ese momento.
Si mi mirada descendiera, llegaría hasta unos bajos de pantalón arremangados y unos zapatos marcados por gotas de charcos, polvo de las calles, tiempo y ausencia.
Ausencia, entre otras, de betún.
Entonces pienso que esa mujer no es interesante, qué superficialidad; unos zapatos son un libro escrito y cuentan muchas cosas.
¿Veis porqué contar es terrible?
Y mi neurona me indica que tengo algo contra esa mujer que me juzga.
Es que soy un poco orgulloso.
¡Pero eso a vosotros qué os importa! Si estuvieráis enfrente de mí no me habriáis dejado terminar esta ("Pues yo...."), insisto, esta frase.

Otras veces, -vuelvo al juego-, alguna picarona dice: "Pues yo, me fijo primero en el culo. Si está de espaldas, claro. Jajajajajaja".
No estoy muy orgulloso de mi culo aunque es pasable. No lo pienso describir porque describir es contar.
El éxtasis es cuando alguna responde: "Pues yo, en la mirada".
Eso sí.
Eso es una mujer sensible teniendo en cuenta que mi mirada es huidiza, tierna y melancólica con un punto de lascivia.
Ahí sí me doy por aludido.

No soy, como he dicho, el único que no tiene nada que contar. Hay gente que cuando te ve se queda en blanco y suelta: "¿Qué me cuentas...?". Y tú dices: "Pues nada", e inmediatamente empiezas a contar cosas. O lo intentas, porque al final de la primera frase, cuando has caído en la trampa del cazador, te interrumpe porque estás confiado, y dispara: "Pues yo....".

El escritor es un listo y un parraplas. Está harto de que lo interrumpan en sus interminables monólogos y ¿qué hace entonces?: escribe un libro. Y además te lo vende. Y el pobre lector no tiene más remedio que rellenar los márgenes de las páginas con su diálogo mudo y frustrante; o bien, cuando tiene la ocasión, te cuenta que ha leído un libro. Y te cuenta el libro intercalado de lo que le pasó por la cabeza cuando lo leyó.
Terrible y doblemente terrible.
Claro que hay personas y personas.
Personas que te cuentan un chiste corto durante 25 minutos y otras que sacan una bonita historia del hecho de haber ido a comprar el pan.
Y luego están las que tienen pánico del silencio y rellenan cada segundo con torrentes de palabras sobre lo que sea, no importa mientras haya sonidos en el aire. Son muy cómodas para las reuniones sociales, pero uno acaba planteándose el interés de esas reuniones.
Un ejemplo: "Ayer veo a Luisa por la calle, tú no la conoces, es la hija de ése que trabaja en la tienda de fotocopias de al lado de la casa de Carlos, el novio de Ana la que estudiaba contigo, ¿sabes? Bueno, está en los huesos porque no come...." (Aquí ya te has perdido porque tu cabeza embotada y la ambigüedad de la propia historia no te permiten discernir si la que no come es Luisa la desconocida, o la hija del de las fotocopias o Ana la novia de Carlos el que estudiaba conmigo. Además has desconectado porque una alarma se enciende en tu cerebro que te indica que esta historia va para largo).
Yo os la ahorro por piedad y porque a partir de los puntos suspensivos dejé de escuchar y sobre todo porque, aunque no tenía nada que contar, empecé a acechar la oportunidad de interrumpir con un "pues, yo....". En defensa propia.

Podría contaros cómo me llamo pero eso violaría mi costumbre de no contar nada por no tener nada que contar.
Y, más grave aún, me arriesgaría a que un lector llevado por el estrés que producen mis palabras, por la angustia, por la ira retenida y a punto de explotar, me localizara y, sin mediar presentación, me espetara estas palabras mezcladas de esputos y salivillas: "Pues, para que te enteres, yo....".
¿Y con qué excusa podría yo negarme a hacer como que le escucho, y morderme la lengua para no interrumpirlo hasta el final de sus justas recriminaciones?
No, es mejor el anonimato para los criminales.

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