15 septiembre 2006

Historia de una burbuja en el invierno.

"Miré la burbuja en el charco: se fomó y desapareció, como todas las cosas.
Sólo que las burbujas no son conscientes.
El problema es la consciencia.
Era un charco cualquiera frente al mar, al otro de la calle en el paseo marítimo.
No quise pensar ni en el lugar de ese charco ni en lo efímero de la búrbuja, porque eso me habría llevado a plantearme muchos porqués.
Y yo quería ser inconsciente.

Pensé en el teatro romántico, en cómo la naturaleza acompañaba el alma turbulenta del héroe a punto del suicidio, de la caída.
Porque el cielo se había desgarrado un segundo antes como rayos y truenos en mi alma tremebunda.
Pero yo no era un héroe ni la historia ya romántica.

Sentí mi abrigo mojado y mi alma mojada y mi cabeza seca. Las olas del mar se estrellaban contra el muro y saltaban, como mis sentimientos, con ira, con violencia, y caían sobre el paseo y se escurrían otra vez hacia el mar. Y no por eso se calmaba el mar.
Creí que al menos el mar tenía la suerte de poder romper sus límites, aunque fuera al final lo mismo. O distinto.

Quise llorar y romperme un puño contra el muro viejo que me protegía de la lluvia.
Quise gritar más fuerte que el mar, con la boca abierta un metro y arrugas en la cara y los brazos en cruz y los puños cerrados, el pecho hinchado contra el viento. Gritar hasta que el mar se retirara acobardado por mi furia.
Busqué con la mirada un perro para apalear, un barrendero para insultar, un pajarillo para pisarle el cuello.
Toqué mi llave, sólo tengo una llave y ésa es una de mis pocas libertades. Tengo una llave.
Con ella podía rayar más de mil pinturas de más de mil coches de ese largo paseo.

Miré un coche que pasaba, más difícil de rayar porque pasaba: él parecía enfadado o aburrido.
Ella parecía aburrida. O enfadada. No querían hablar. O no tenían nada que decirse. Iban a cenar. O venían de la casa de unos familiares de él. O de ella. Querían casarse, o al menos es lo que iban a hacer. Yo no sé si querían, ni ellos tampoco.
Me hubiera cambiado por él. Para ella habría sido una noche especial. Él se habría cambiado por mí: no en este paseo, bajo la lluvia, mirando burbujas con ganas de romper el mundo o de dormir o de bailar en la oscuridad rodeado de gente. Pero sí en esa fiesta a la que no había ido yo (ni por lo tanto él).
No me vieron pasar, ensimismados ¿en su rutina, en sus fantasías sexuales, en su rencor, en su cansancio? (Ese cansancio infinito que producen la ausencia del deseo y la espera de lo que sea, de no se sabe qué).

Ella.
Ella se llamaba Joy. No, se llamaba Mary.
Al principio había sentido momentos de excitación psicofísica. Una mezcla de sustancias químicas producidas por su cabeza, por la parte racional de su cabeza. Pero, no importa, las sustancias afectan a la otra parte. Y al cuerpo.
Ahora tenía lo que le había excitado al principio: la seguridad. Pero ya no le excitaba. No sabía que era la inseguridad de su seguridad lo que le daba esa comezón en el estómago.
Ahora tenía lo que había querido tener.
De tener se puede pasar a no tener y eso produce una inseguridad. Pero ésta, no placentera.
Ahora estaba otra vez en aquel coche que ya conocía tanto. Era el mismo coche en el que él la había tocado, de las peleas de enamorados, de los planes. Allí habían hecho el amor. O al menos...
Era el mismo coche pero ya no era el mismo.
Las sustancias químicas.
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Ya habían pasado. Pasaron en un segundo y desaparecieron de mi mirada y de mi cabeza. Volví a sentir mi alma mojada".



Pensó en esas olas salvajes. Olas purificadoras que ojalá hubiesen llegado hasta su cabeza.
Y después se apagó. Poquito a poco.
Y junto a aquel muro viejo de un paso marítimo por donde pasa una pareja en coche sin hablarse, nunca fue consciente de no haber sido más que una burbuja efímera en un charco cualquiera de una tormenta.

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